Ayer, 10 de Junio de 2016, tuvo lugar la “Primera Graduación” (en realidad el cierre de un ciclo y el paso a otra etapa educativa) de mi pequeña nieta Abril. A sus dos años y medio, había finalizado la formación de 0 a 3 años para, tras las vacaciones, comenzar una segunda etapa en su vida educativa. Viéndola allí, tan seria, en el centro del escenario del acto organizado por las Escuelas Infantiles de Teo, trataba de imaginarme qué pasaría por esa pequeña cabeza, cubierta con un gorro “académico”, al recibir el diploma acreditativo. Y tratando de imaginar empecé a recordar lo que había sido mi vida de estudiante, desde niño, como ella, hasta hoy, ya jubilado pero estudiando todos los días.
También yo había pasado por un acto similar, aunque con un par de años más que ella. Mi primera formación tuvo lugar en un colegio francés, en Vigo, Sainte Jeanne d’Arc (Santa Juana de Arco). Allí las profesoras, francesas, nos habían enseñado nuestras primeras letras en francés, y allí nos habían introducido en la política, cuando una mañana de un día cuya fecha no recuerdo, nos comunicaron con júbilo el fallecimiento de Stalin: el dictador comunista ruso, había muerto. No sabia qué significaba, pero sí recuerdo que ellas nos hablaban de la liberación de un pueblo oprimido, el ruso, sin comentarnos que también aquí otros vivían bajo la opresión. Eran los años 50, poco tiempo tras el fin de la II Guerra Mundial; años en los que España vivía aislada o rechazada por el resto del mundo, aunque nosotros, niños, no lo sabíamos.
En fin, también yo tuve mi primera graduación, y sí la recuerdo; lógico porque era un par de años mayor de lo que ayer era Abril. Debía de ser buen alumno, porque las francesas me habían escogido como “Le petit prince de l’école” (el pequeño príncipe del colegio, había otro título para los mayores: Le prince….). Todo el mundo sabe que los franceses, más en aquella época, son muy dados a las fastuosidades…., pero conservo el diploma que así lo acreditaba (mis padres lo conservaron para mí).
Comenzó entonces otra etapa, la del Instituto. Por mi edad no podía entrar en lo que entonces se llamaba preparatoria, antes de que comenzase el Bachillerato, pero sí me admitieron en una enseñanza previa de la que solo recuerdo que era conocida como “chapa”. Era el Instituto Santa Irene de Vigo, un centro del que solamente tengo buenos recuerdos, tanto de formación escolar como social. Finalizó “chapa” y entré en preparatoria, con dos profesores duros en cuanto a exigencias, pero cordiales por la ayuda que nos prestaban: la señorita Carsi y Nolete (ex-jugador del Celta famoso por su tamaño y sus goles de cabeza). Nos enseñaron mucho y bien, muy bien, y finalizado ese curso me escogieron entre los mejores alumnos de Vigo. También ahí recibí un diploma acreditándolo, que también conservo, en un acto multitudinario que se celebró en el antiguo cine Tamberlick. Finalizada la entrega de diplomas a los que entre todos los colegios de Vigo habíamos sido escogidos como los mejores en cada grupo de edad, se proyectó El Libro de la Selva, en su versión original de Walt Disney. Recuerdo las aventuras de Mowgli, con Bagheera, la pantera amiga, y el loco oso Baloo, y el terror que sentía cada vez que Sere Kahn, el tigre, acechaba a Mowgli. Ahí descubrí a Rudyard Kipling, y aprendí a disfrutar con la lectura.
Pasó después el Bachillerato, en el que obtuve un total de 39 Matrículas de Honor, y un Notable (en Formación Política); en él pasé las dos reválidas, tan criticadas actualmente y tan necesarias en mi opinión y experiencia, y en ambas (4º y 6º de Bachillerato) obtuve Matrícula de Honor. Había finalizado el Bachillerato y tenía que pasar el Preuniversitario y tras éste el correspondiente examen d acceso a la Universidad (equivalente a la actual Selectividad). Como quería estudiar Ingeniería Agronómica, algo que en aquel entonces, solo había en Madrid, forzosamente tenía que hacer el Preuniversitario en Madrid. No me seducía nada, pero entré interno en el Instituto Ramiro de Maeztu, en teoría algo derivado de lo que había sido la Institución de Libre Enseñanza que tantos insignes catedráticos, pintores, escritores, filósofos, etc, había dado a España. Pero el Ramiro que yo viví en aquel año 1962, nada tenía que ver con lo que, en teoría, había sido su origen. Quizás en las aulas había mentes abiertas y buenos profesores, pero el internado adyacente al Instituto en el que vivíamos, era una auténtica dictadura dominada por una secta religiosa de cuyo nombre no quiero acordarme. Intentaron captarme, llevándome con otros compañeros a una reunión en un piso de Madrid con un cura joven, pero tenía muy presente lo que recién llegado a la capital, me había dicho mi tío Francisco Múgica, coronel del Ejército y brillante matemático: “Nunca te afilies a ningún partido político, sea cual sea su color, ni religioso. Solo así podrás ser libre.” Así lo hice y así lo mantuve a lo largo de toda mi vida, ni política, ni religión. Respeto a todos pero dependencia de ninguno.
El caso es que esa negativa a introducirme en esa secta, llevó a que en el internado del Ramiro me hiciesen la vida imposible; no los compañeros, pero sí su Director el, para mí, innombrable Pedro Delmas. Probablemente en sus rígidos esquemas mentales modelados por la Obra, no entraba el que yo no rezase con todos antes de cada comida, o el que no accediese a ir a Ejercicios Espirituales, o el que no acudiese diariamente a la misa de 8 de la tarde, y en cambio me levantase a las seis de la mañana para hacer una dura hora de gimnasia con otros compañeros, en el gimnasio del Instituto, bajo la dirección de uno de los tutores del Internado, llamado Angel Reparaz (éste sí se llevaba muy bien conmigo), y así a cada mínima “distracción” de las normas me caía un castigo consistente en impedirme salir el fin de semana. Un infierno y una tortura psicológica de la que no se cómo logré salir indemne. Todo tan distinto del Santa Irene, en éste aprendíamos y convivíamos todas las clases sociales, en aquélla época tan marcadas. Afortunadamente hice amigos entre mis compañeros, y de hecho hace algo más de dos años recibí una llamada de alguien a quien no recordaba invitándome a ir a Madrid a conmemorar los 50 años (o más) del fin del Preuniversitario en el Ramiro. No fuí, y no lo lamento, porque mi recuerdo de aquel año es infernal. Tanto era el odio, no puedo entenderlo de otra forma, que el señor Delmas, director del internado, tenía por mí, que un mes antes de que tuviésemos que pasar las pruebas de acceso a la Universidad en Madrid, me llamó a su despacho para decirme que él y el Director del Instituto, Antonio Magariños (cuyo nombre lleva el Pabellón de baloncesto del Estudiantes) habían decidido expulsarme del Internado y que ese mismo día tenía que recoger mis cosas, dejar la habitación y no volver por allí. ¿Cuál había sido mi último pecado?. Pues sencillamente que el día anterior, había subido a mi habitación, tras la comida, para coger un libro antes de ir al estudio obligatorio de 4 a 7.30, y agotado por haber estado estudiando hasta tarde la noche anterior, me había tumbado en mi cama y me había dormido 10 o 15 minutos, algo estrictamente prohibido. Así dejé el Ramiro, pese a que un par de meses antes había obtenido el Premio Extraordinario de Bachillerato, y mis notas eran muy buenas en todas las asignaturas; pese a que había jugado al fútbol con los colores del Instituto, pese a que era amigo de muy brillantes estudiantes, entre ellos Enrique Aguilar Benítez de Lugo, quien pocos años más tarde llegaría a ser Catedrático de Fisiología…., pero era igual. Yo era un rebelde, según ellos, y ni mi futuro ni mi vida tendrían sentido alguno. Así se lo hizo saber el propio Pedro Delmas en una carta dirigida a mi padre,tu bisabuelo, dándole cuenta de mi expulsión. Lo grande es que esa carta llegó poco antes de que me llegasen, ya en Vigo, las notas de las Pruebas de Acceso a la Universidad: 9.5, lo que me daba la posibilidad de entrar en la Facultad o Escuela de Ingenieros que yo quisiese. Pero antes de esas pruebas me tuve que pasar un mes solo, aislado en una habitación interior de un hotel, en la calle Ramón de la Cruz de Madrid, que más parecía una pensión barata de la época, estudiando horas y horas, sin la ayuda tutorial de la que disponían mis ex-compañeros del Ramiro.
Empecé Agrónomos, y con ello una carrera de desastres. No se si en ello influyó mi año en el Ramiro de Maeztu, pero nada me gustaba y por nada tenía interés. Fútbol y más fútbol, eso sí. Cantidad de tardes me las pasaba sin asistir a clases, jugando al fútbol, incluso solo.
Y así dejé la Escuela de Agrónomos, y así temieron mis padres que el pronóstico de Pedro Delmas fuese real. Cuando se acercaba un nuevo curso y le dije a mi padre que quería estudiar Medicina, él, que era de carácter muy tranquilo, se enfadó extraordinariamente conmigo. Tenía razón, él era cirujano, de prestigio, y nunca había visto en mí aptitudes ni interés alguno en la Medicina, lo que no ocurría con el segundo de mis hermanos, Manuel, desde hace años también cirujano de prestigio, quien desde los 14 años acudía con frecuencia al Hospital con nuestro padre, a verle operar o a ver enfermos.
Empecé Medicina, en Santiago, porque siempre me había gustado, desde niño, el tratar de descubrir el por qué de la vida. Así había visto, al microscopio, en el laboratorio de Ciencias del Instituto Santa Irene, donde pasaba muchas tardes del verano, cómo se producía la carrera frenética de los espermatozoides de erizos que por la mañana había cogido en las playas de Vigo, para fecundar al óvulo. Así había analizado, con Paco Novoa, hoy catedrático en la Facultad de Ciencias de Santiago, como las orugas que cogíamos en el monte, hacían un capullo en el que se transformaban en preciosas mariposas. Así había visualizado el proceso de transformación, abriendo los capullos a distintos intervalos de tiempo, intentando entender qué era lo que ocurría para que esa transformación tuviese lugar. Eso era la vida, un proceso bioquímico que comencé a entender cuando Watson y Cricks identificaron el ADN. Y por eso había decidido dejar Agrónomos, decepcionado porque no era lo que yo buscaba (aunque quizás era demasiado pronto en la carrera) y empezar Medicina para aprender Bioquímica.
Acabó el primer curso de Medicina, con un profesor singular, un genio como docente y como persona: el profesor Ramón Domínguez, quien curiosamente, se había formado en la Institución de Libre Enseñanza, y a los 28 años había conseguido ser el catedrático más joven de España. Fue él quien nos enseñó Bioquímica en primero de Medicina, y fue él quien me otorgó un Sobresaliente en esa asignatura. El resto no me interesaba, grave error, y así suspendí Anatomía, y con ese suspenso llegó a casa la convicción de que yo no valía para ser médico. ¿Cómo alguien puede pretender ser médico sin saber Anatomía?. Mi padre, como cirujano, tenía razón. En septiembre aprobé la Anatomía, por los pelos, y comenzó un nuevo curso en el que de nuevo teníamos como profesor a D. Ramón Domínguez, esta vez impartiendo Fisiología. Y fue ahí, en ese curso, cuando me convencí, frente a las convicciones de otros, de que no me había equivocado. Me apasioné por la Fisiología porque, con la Bioquímica, explica la vida…. En junio, solo 6 de los 650 alumnos que éramos, aprobamos la Fisiología: El Profesor Domínguez era un extraordinario docente, pero muy duro y seco para quien no le conociese como yo le conocí más tarde.
Antes de empezar tercero, entré como alumno interno en el Departamento de Fisiología. Aprendí a trabajar con animales de laboratorio y comencé a dar clases prácticas de Fisiología y Bioquímica a los alumnos de 1º y 2º de carrera. Y así pasaba los días, metido en el laboratorio, jugando al fútbol al salir, pero sin ir a clase de asignaturas que no me interesaban. Sacaba los cursos por los pelos, estudiando al final horas y horas sin parar (en aquella época se podían conseguir anfetaminas en las farmacias, en determinadas que todos conocíamos). No volví a suspender y me licencié con una nota media de Notable, muy superior a lo que en realidad merecía si se considerase lo que había sido mi asistencia a las aulas. Pero es que entre que determinadas asignaturas no me interesaban, entre las prácticas y el trabajo en el laboratorio, y que, además, a partir de 4º había comenzado a dar clases particulares de Fisiología y Bioquímica a alumnos de 1º y 2º (llegué a tener 150 alumnos a los que daba clase en un piso alquilado solamente para ello, en 5 grupos de 30 cada uno), no me llegaba el tiempo a nada. Pero enseñando aprendía y ayudaba, mis alumnos aprobaban la Bioquímica y Fisiología en un 90% de los que se presentaban. Pero además ganaba dinero, muchísimo dinero para aquella época, lo que me permitió independizarme muy joven, y ayudar a otros sin recursos. Por ejemplo, en el piso alquilado para las clases, había permitido que viviesen, sin pagar nada, un libanés y un jordano, ambos sin recursos. Mensualmente le pagaba un sueldo a dos estudiantes, de entre los que venían a clases, con muy pocos medios económicos (uno de ellos era hijo de un guardabosques…., acabó la carrera y llegó a Jefe de Servicio en un Hospital), simplemente por encargarse de cobrar a fin de mes a quienes podían pagar (no todos podían hacerlo).
En fin, no me llegaba el tiempo para nada, pero acabé la carrera en tiempo y forma en julio de 1970. Esa fue mi graduación Abril, la final, o eso creía en aquel momento.
Dos meses después de acabar la carrera, en el mes de septiembre de 1970, el Profesor Domínguez me dijo que me iba a nombrar Profesor Ayudante, y que me encargaría de explicar Bioquímica a un grupo de alumnos de primer curso. Tenía 24 años cuando entré en aquella aula repleta (había 600 estudiantes del total de 1200 que habían empezado Medicina) y me ví frente a a aquella multitud de los que la mayoría eran mayores que yo (había muchos extranjeros, sirios, jordanos, palestinos, puertorriqueños, cuantos, noruegos, norteamericanos). Supongo que muchos, o todos, se rieron de aquel crío que entonces era, pero pronto me los gané o eso creo porque todavía hoy sigo recibiendo mensajes cariñosos de aquella generación. Comencé a cobrar un sueldo oficial, 10.000 pesetas al mes (unos 60 euros), cuando con las clases particulares en los años anteriores ganaba casi 1000 euros mensuales. Pero era feliz, hacia lo que siempre había querido, enseñar y aprender, y trabajar en el laboratorio. Comencé a asistir a las Juntas de Facultad, y a vivir en directo las discusiones entre los viejos maestros que poco tiempo atrás habían sido mis profesores (aunque no fuera a clase…) y a comenzar el trabajo de Tesis en el Laboratorio.
El Laboratorio de Fisiología se había polarizado hacia la Neurofisiorlogía, algo que si bien me permitió aprender mucho de ese campo entonces tan novedoso, no satisfacía mis aspiraciones. Para mi, entonces, y ahora aún más, la vida era bioquímica; en la evolución las señales químicas habían precedido a las eléctricas por las que discurre el sistema nervioso. Leída mi Tesis, en Neurofisiorlogía, el profesor Domínguez me propuso que me fuese un tiempo a completar mi formación a Estados Unidos. Y así lo hice. Acudí al laboratorio de un ilustre neurofisiólogo español exiliado durante la guerra, el Dr. Del Castillo, pero la neurofisiología seguía sin convencerme. Estando allí recibí una oferta de trabajo como médico en Pittsburg. Acudí, por curiosidad y sin convencimiento, y ví en qué consistía la oferta. Comenzaría como ayudante de un médico por las mañanas en el Hospital de Pittsburg y por las tardes en su consulta privada. Me aseguró que podía ganar mucho dinero, lo que no dudé cuando ví que en su consulta se dedicaba a inyectar “algo” a pacientes, mujeres en su mayoría, que tenían Herpes Zoster, a razón de 15 dólares la inyección (el cambio dólar/peseta era en aquella época: 1: 110). A los pocos días le pregunté qué es lo que inyectaba que las pacientes marchaban tan satisfechas, y me respondió que agua destilada, pues contra el Herpes no había nada. Esa misma tarde le dije que me iba y al día siguiente volví a España.
Ya aquí, le dije al profesor Domínguez que mi interés era la Bioquímica, y más particularmente las hormonas, un mundo nuevo. El me sugirió entonces volver a Estados Unidos, con el Profesor Grisolía, en la Universidad de Kansas. Sinceramente, aunque el Profesor Grisolía era una persona de fama mundial, un posible Premio Nobel, al menos había sido candidato, quedamos en pensarlo, pues tras mi experiencia en USA no me seducía la idea de volver allí y encontrarme con otro fiasco. Pocos días después, ya tomada la decisión de ir con Grisolía, con quien el Profesor Domínguez ya había hablado, apareció por el Laboratorio el Profesor Osorio, Catedrático de Fisiología y Bioquímica en Granada, antiguo discípulo del Profesor Domínguez, y el único experto en hormonas en España, tras haberse formado en Inglaterra. Don Ramón le comentó a Osorio mis intereses, y Osorio le dijo que podía ir por allí de septiembre a diciembre, para que yo probase y él me probase a mí. Y efectivamente, en esas fechas, estuve aprendiendo en Granada. Todo era nuevo, la forma de detectar las hormonas en sangre, la forma de purificarlas, la forma de comenzar a conocer qué hacían…., un mundo fascinante.
A mi vuelta a Santiago, en diciembre de ese año, el Profesor Domínguez me invitó a cenar a su casa. Finalizada la cena me dijo: Osorio quiere que te vayas con él, pero yo quiero que te quedes aquí. Tú decide; hay una posibilidad y es que acabes este curso allí y te vuelvas y montes a que un laboratorio de Endocrinología. La idea me pareció de perlas, con lo que me volví a Granada. En Granada, Osorio me nombró Profesor Agregado, un peldaño por debajo de Catedrático, y reanudadas las clases en Enero, me encargó de explicar Fisiología General (un intermedio entre la Bioquímica y la Fisiología) a los alumnos de primero, algo que con gusto hice, pero que no gustó mucho a la gente que llevaba en ese Departamento varios años y no veían que un joven recién llegado para aprender, ocupase un puesto superior al que ellos tenían e impartiese las clases que a ellos les correspondían.
Fue un año fantástico en todos los sentidos. Aprendí a moverme entre las hormonas, descubriendo ese mundo nuevo del que tan poco se conocía, hice gran número de amigos, entre ellos un profesor de Estadística, Emilio Sánchez Catalejo, con quien todos los días a la una me iba a jugar al tennis a su finca de Alborote, y disfruté de los encantos de Granada. En septiembre le dije a Osorio que Don Ramón quería que volviese. No le gustó, creo que porque pensaba en mí como su sucesor, así me lo dijo Don Ramón después, comentándome que habían tenido una “agarrada” telefónica. Pero volví y me quedé, a empezar desde cero.
Era el año 1974, y en el Laboratorio de Fisiología todo se había volcado hacia la Neurofisiorlogía, muy pujante entonces en el país. Había que comprar absolutamente todo para que se pudiese montar un Laboratorio de Endocrinología, y formar gente que trabajase en él, conmigo. Pero salimos adelante. Don Ramón fue consiguiendo dinero y primero llegó un contador gamma, LKB-Wallac, y, tras horas y más horas intentando entender el software (Basic) con el que funcionaba el aparato, ya pudimos empezar a medir hormonas proteicas y tiroideas en sangre. Simultáneamente comencé a dar clase de Fisiología Endocrina, tres meses al año, con lo que poco a poco conseguí que los alumnos comenzasen a conocer e interesarse por ese mundo entonces desconocido. Desde el Hospital comenzaron a mandar muestras de sangre para analizar hormonas. Un trabajo ímprobo porque los cálculos de las concentraciones había que hacerlos a mano. Fueron muchos los sábados y domingos que Fernando Domínguez, el primero que se sumó, y yo, pasamos hasta la 1 -2 de la madrugada haciendo cálculos para tener los resultados. Pero paulatinamente, más alumnos se fueron interesando; así vinieron Carmen Fernández, Antonio Mato, David Freire, Cristina Fernández…y muchos más, hasta llegar a ser casi treinta, de los que hoy la mayoría son Jefes de Servicio o Catedráticos o profesores de Investigación del CSIC. Ahí conocí también a tu abuela Ana, alumna que se incorporó al grupo. Trabajaban con gusto y como recompensa para todos, los viernes por la noche les invitaba a cenar, eso sí después de reunirnos en mi casa a las 9 para ver todos juntos el programa “El hombre y la Tierra” del inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente, a quien tuve el placer de conocer personalmente. Veíamos el programa y nos íbamos a cenar y luego a bailar. Era la única forma que tenía de recompensarles por su trabajo, aunque luego les rindió por el nivel al que llegaron en su vida profesional.
Y el Laboratorio de Endocrinología acabó tomando forma, era el primero en Galicia, y el tercero en España. Y había sido yo quien lo había creado, quien había formado a la gente, y quien había dado un nuevo servicio al Hospital, por más que hoy haya algunos que se han olvidado de todo aquello.
Igualmente fui yo, quien tras una charla con el Profesor Tojo, Agregado de Pediatría, movilizó a más de treinta alumnos ayudantes para pasarnos una serie de mañanas en escuelas rurales, tomando muestras de sangre y centrifugándolas allí mismo, para separar el plasma en el que luego, en el Laboratorio, analizábamos los niveles de hormonas tiroides. Ello permitió el que ante la elevada prevalencia del hipotiroidismo y bocio en la Galicia del interior, se pusiese en marcha un plan de prevención a expensas del suministro de sal yodada.
Igualmente fui yo quien puso en marcha por vez primera en Galicia, y segunda en España, el screening neonatal del hipotiroidismo en los recién nacidos de toda Galicia. Detectado éste, a partir de una muestra de sangre obtenida tras un pequeño pinchazo en el talón e impregnación de una tira reactiva que luego analizábamos en el Laboratorio, era ya fácil tratar precozmente al niño y evitar el retraso mental que inevitablemente se iba a producir si el hipotiroidismo no se hubiese detectado y tratado.
Todo eso, creación del Laboratorio de Endocrinología, formación de médicos desde alumnos, establecimiento de screenings para detección del hipotiroidismo, más la explosión espectacular que a continuación sucedió en cuanto a formación de nuevos grupos de investigación, publicaciones de élite, el que hayan accedido a la Cátedra 8 personas, 12 o más Jefes de Servicio, Profesores Titulares, etc, tuvo un único origen: mi convencimiento de que la Bioquímica era clave en la Medicina y la vida, así como el hecho de que ésta surgió y evolucionó a partir de señales químicas, apareciendo el sistema nervioso más tarde en la evolución.
Así fue todo desde mi primer graduación Abril, y en ello jugó, como en todo en mi vida, un papel clave tu abuela Ana; sin ella no habría llegado hasta donde llegué. He alcanzado el máximo en la carrera profesional como médico, el máximo en la Excelencia como Docente e Investigador, he formado a más de 20.000 médicos. Me han concedido 21 Premios de investigación, he publicado más de 140 trabajos y libros, he impartido unas 80 conferencias internacionales, más de 400 comunicaciones a Congresos, soy revisor de 15 revista científicas extranjeras….., pero la gente olvida con facilidad. Quien no olvidó fue Don Ramón Domínguez, maestro y amigo, quien en su discurso de recepción de la Medalla de Oro de la Universidad dijo textualmente: “Lo más acertado que he hecho en mi vida fue el conseguir que Germán Sierra y Jesús Devesa se quedasen aquí. Sierra desarrolló la Neurofisiorlogía, Devesa la Endocrinología”.
Aún tuve una última graduación Abril, ya con 70 años, y fue la de Master Internacional en Terapias Avanzadas (celulares, genéticas, fabricación de fármacos, creación de órganos en laboratorio) como Qualified person (persona cualificada).
Todos dicen que eres igualita a mí, físicamente y en forma de ser. Ojalá que la vida te depare todo lo mucho bueno que me ha dado a mí y te evite el padecer las injusticias, envidias, y odios con los que algunos han tratado, y siguen tratando, de destruirme. Si eres como yo fui y soy, como dicen, tendrás la fuerza suficiente como para que nada de eso, si te ocurriese, haga mella en tí, como no la hizo en mí.
Lucha siempre por la libertad y la justicia y defiende aquello en lo que crees: Si lo consigues habrás alcanzado el máximo en tu graduación en la vida.